Lucha libre. Entrevista a Lourdes Grobet
En mayo de 2019 el Museo Universitario del Chopo (UNAM, México DF) inauguró la muestra antológica “Caminanta” de la fotógrafa y artista visual Lourdes Grobet (Mexico, 1940). En esta oportunidad ofrecemos algunos fragmentos de la entrevista realizada por Itzel Vargas, curadora de la institución, donde indaga en los orígenes de la producción visual de Grobet: desde el lugar de la mujer mexicana en los años 80 hasta las experimentaciones teatrales con comunidades campesinas. Atravesando hechos históricos, mutaciones y dudas, pero fundamentalmente con una gran precisión, Vargas y Grobet enlazan interesantes reflexiones sobre el lugar que tiene la imagen en los procesos sociales.
IVP: ¿Cómo fue la decisión de dedicarte a la práctica artística?
LG: De niña mi gran ilusión era ser bailarina, pero muy joven me dio una hepatitis que me dejó en cama varios meses. Empecé a dibujar. Me di cuenta en ese momento que mi entendimiento con el mundo era a través de los ojos. Entendía el mundo mucho mejor con los ojos que con otros sentidos y en ese momento la reacción fue estudiar pintura. Entré a la Universidad Iberoamericana, cuando acababan de abrir la carrera de artes plásticas, en ese momento era la vanguardia.
“Encontré a un ser importantísimo para mi carrera, Mathias Goeritz. Su propuesta era formar una anti-academia. Llegar y encontrar un ser así, que está planteando una renovación de la práctica artística me pareció extraordinario. Y como a mí todo lo que es “anti” me viene muy bien, ahí me quedé. Tuvimos a los mejores maestros, por ejemplo a Manuel Felguérez, José Luis Cuevas, y a Katy Horna. Ahí estudié cerámica, grabado, dibujo, pero el primero que me habló de multimedia fue Mathias. Estoy hablando de los sesentas. ¿Para qué pintar? El óleo se había inventado en el siglo xiv y yo estaba en el siglo xx, la alternativa era la multimedia. En ese tiempo tuve oportunidad de ir a París, encontré el movimiento del Cinetismo que estaba en su plenitud, me encantó porque ahí me di cuenta que esas imágenes estaban creadas con una máquina. Ahí ya intervenía la tecnología y presentaba una propuesta multimedia.
Regresé a México quemé todo lo que había pintado y dibujado. No me hice cinética, pero me decidí por la foto, porque con la fotografía resolvía la parte técnica. Entonces decidí hacerme fotógrafa. Como estudiante de arte asumí la fotografía y no como los fotógrafos la estudian, sino más bien la opté como una manera de producir imagen. Era una imagen hecha por medio de la fotografía, lo que quería era tener la libertad de romper, cambiar, agrandar hasta tener la imagen que necesitaba.
IVP: ¿Cómo era ser mujer en los setenta en México? Considerando a los maestros que reforzaron una mentalidad inclinada a la libertad, hacia las aperturas, hacia el ir en contra. Pero como mujer, ¿cómo viviste esto?
LG: Ser mujer ha sido difícil pero soy muy terca, me considero una persona fuerte. Si yo hubiera caído ante todo lo que me tocó durante mi desarrollo y como fotógrafa en el medio, me hubieran aniquilado porque realmente pasé cosas desagradables, pero no me importaba. Busqué hacer lo que yo quería y como no buscaba ni el reconocimiento ni aplausos ni nada de eso, pues me di esa libertad. Pero, por ejemplo, cuando entré a hacer foto de lucha libre causé un problema, porque nunca habían visto una mujer dando vueltas en el ring sacando fotos.
Sí me topé con límites, el empresario de las luchas se molestó de ver una mujer en el ring, discutimos y al final me dieron oportunidad de desarrollar mi proyecto. Siempre existe este enfrentamiento con el mundo macho. El hecho de haber tenido un padre que fue campeón nacional de ciclismo, me permitió crecer en una casa con gimnasio, crecí muy fuerte. Golpeé a muchos hombres en la calle, tenía esta posibilidad de defenderme a patadas o a bolsazos. El campo de desarrollo para las mujeres sí estaba limitado pero por otro lado siempre hay que buscar la forma de defensa, porque a mí no me iba a detener ningún macho. Así me desarrollé, afortunadamente hoy nuestra situación es muy diferente, pero aún veo a mis hijas y a mis nietas sufriendo muchos acosos.
En 1980 Lourdes Grobet inició la serie Lucha libre, en la cual ha documentado tanto las luchas de hombres y mujeres como la vida social y personal de los luchadores. IVP: ¿Cómo fue ese encuentro con la lucha libre? ¿Por qué de pronto? ¿Crees que tiene que ver con la herencia de tu padre deportista? Porque tampoco era un tema que usualmente hubiera interesado a las mujeres, las artistas de tu generación miraban hacia otro lado.
LG: Sí, en cierta medida sí, porque ahora yo veo que todas las cosas que desarrollo tienen que ver con mi niñez. No sabes cómo en la escuela odiaba que me hablaran de Bering. Tenía que entrar al gimnasio todas las mañanas antes de ir a la escuela. El gimnasio de mi casa estaba lleno de fotos de bodybuilders. En cierta medida sí había algo, ¿no? Pero no obstante mi padre que era como era, nunca me quiso llevar a la lucha libre, y la razón: porque era mujer. Mi hermana y yo pudimos haber sido olímpicas, él participó en dos olimpiadas y luego toda su vida estuvo en el comité de ciclismo. Nos podía haber hecho campeonas, pero no, por ser mujeres. Es decir, si viví ese tipo de limitantes pero me desarrollé por otro lado.
IVP: Desde su primera presentación en 1984, en Casa del Lago, Lourdes presentó en distintas sedes la performance De mugir a mujer. En dicho proyecto interdisciplinario participaron también Margie Bermejo, Patricia Cardona, Ariela Ashwell, Berta Kolteniuk, Ethel Krauze y Marcela Rodríguez. ¿Lourdes, cómo surge esta colaboración?
LG: Me llamó Margie Bermejo para invitarme al proyecto en el que habían reunido a otras siete mujeres para que nos juntáramos, y mi primer respuesta fue no soy feminista. Me dijeron no, no se trata de feministas sino para reflexionar sobre nuestras vidas. Nos reunió a la música Marcela Rodríguez; a la poeta Ethel Krauze, a la pintora Berta Kolteniuk, a la mímica Ariela, a la periodista cultural Patricia Cardona, y yo.
Todos mis proyectos van más allá de hacer algo, implican envolverme en algo profundo; tuvimos un año de sesiones para compartir nuestras vidas como mujeres. Pusimos en cuestionamiento el ser mujer y la maternidad: desde mi experiencia como madre de cuatro hijos, hasta Ethel Krauze quien decidió no tener. Reflexionamos sobre la libertad y la posibilidad de la maternidad, sobre los compañeros, los maridos y los modos en que resolvíamos el tema doméstico. Fue una especie de harakiri. A todas nos cambió la vida. Luego, al momento de decidir cómo íbamos a representar el trabajo, el teatro fue una solución maravillosa ya que reunía todas nuestras disciplinas. Para mí uno de los procesos más increíbles fue cuando hicimos el guión del espectáculo porque allí intervinieron la música, las imágenes, la poesía y juntar todas las disciplinas fue muy creativo. Casa de Lago nos dio la posibilidad de hacer la puesta en escena una temporada, fue una experiencia que le agradezco a la vida porque me dio un conocimiento muy profundo de mí misma. Siendo fotógrafa soy espectadora, pero cuando tu cuerpo se convierte en tu medio de expresión es impresionante porque eres tú la que, con tus movimientos y tu cuerpo estás diciendo las cosas y la respuesta es inmediata. Como fotógrafos nosotros sabemos que el público ve nuestras obras, pero no somos testigos de esa respuesta. Se sentía de manera muy clara cuando la gente entraba a la obra, cuando te hacía caso, cuando se enojaba cuando quería más. Ese sentimiento, es maravilloso.
En ese momento estaba muy en boga el proyecto que se llamó las Fronteras, un proyecto que consistió en llevar arte o promover cosas en las dos fronteras. Tuvimos oportunidad de trabajar en las dos, la Norte y la Sur. Representábamos la función y al día siguiente proponíamos talleres entre las asistentes. Primero nos disculpábamos por no ser mujeres representativas del país, éramos de la Capital; porque en esa época todavía había mucha aversión al chilango (como se le nombra de manera peyorativa a los oriundos de la Ciudad de México). Les decíamos “no somos ni más ni menos que ustedes, lo único que queremos es compartir nuestra vida como mujeres”. Porque, además, teníamos otra cosa que era el ser artistas, y las asistentes eran personas del lugar, muchas sin estudios avanzados.
Una de las mejores experiencias fue en Ojinaga, un pueblo perdido en la frontera de Sonora con Arizona. Una mujer dice, “yo heredé una imprenta de mi suegro y no sabemos qué hacer con ella”. Entonces Patricia Cardona responde “escríbeme todo lo que viste en la obra anoche”, la mujer escribió y Patricia la animó diciendo “ya eres periodista, adelante”. De ahí echaron a andar la imprenta.
La otra experiencia fue que, en el sur, en Tonalá, llegamos a una comunidad matriarcal, esas comunidades matriarcales están tan bien estructuradas que no hay represión entre los sexos. Está muy bien distribuido tanto el trabajo del hombre como de la mujer. Fue también muy interesante y muy rico compartir con estas mujeres. Lo que sí fue un desastre fue la representación en San Cristóbal de las Casas, porque con los coletos como público, a la hora del striptease fue un escándalo total. Estaban furibundas. Pasaban estas cosas, pero había un diálogo increíble.
IVP: En 1983, María Alicia Martínez Medrano (Obregón, Sonora, 1937-Mérida, Yucatán, 2018) fundó el Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena (LTCI). ¿Me puedes platicar acerca de los Laboratorios de Teatro Campesino e Indígena de Tabasco, Yucatán, Sinaloa, Morelos y México D.F., de los que fuiste fotógrafa oficial? Tengo entendido que tienes reunidas cerca de 25 000 imágenes de este proyecto.
LG: Es otro amor profundo en mi vida. Una vez invité a las luchas a un amigo querido, el dramaturgo Tomás Espinoza, salió enfurecido: ¡No! Yo te voy a invitar a ver buen teatro, entonces me llevó a Oxolotán. Me senté frente a un río esmeralda en una selva increíble, en unas gradas de palitos y empieza a escenificarse el Evangelio según San Mateo, llegan todos los actores por el río, nace Jesús allí a la orilla, y pensé “¿qué es esto? ¡Aquí me quedo! Esto es algo muy importante” y así siento que es. Desde entonces estoy documentando todo su desarrollo, llevo más de cuarenta años de estar ahí. En 1984 inicié el proyecto del Teatro Campesino y el de la lucha desde 1980.
Éste trabajo ha sido una de las experiencias más profundas de mi vida, porque ahí entendí, entre otras cosas, qué es la muerte mexicana. Hubo un problema con una alumna jovencita que se quemó en el escenario durante la función de graduación. Cada vez que hablo de eso se me llenan los ojos de lágrimas, al sentir esa energía comunitaria, yo lloraba y lloraba y lloraba y todos me decían “Lourdes, no llores porque esto es una ofrenda. Esto es una ofrenda para que el teatro siga”. Y efectivamente la ofrenda de esta muchacha es lo que ha hecho que el teatro no muera, siguen vivos, siguen trabajando.
El testimonio de un actor campesino de dieciséis años fue literal: “Yo quería ser guerrillero, leía puras novelas de la guerrilla y me quería ir a Centroamérica, pero aprendí que con el teatro se puede hacer la Revolución”. Se trata de empujar a la gente, porque la gente sabe lo que es, pero estamos tan reprimidos.
Proceso Pentágono fue un colectivo mexicano integrado inicialmente por Víctor Muñoz, Carlos Finck, Felipe Ehrenberg y José Antonio Hernández Amezcua, posteriormente se integraron a la agrupación Lourdes Grobet y Michael Ehrenberg. Proceso Pentágono realizó una práctica artística desde la crítica, la experimentación y el trabajo colectivo. IVP: ¿Qué significó para ti formar parte de Proceso Pentágono?
LG: El trabajo con el grupo Proceso Pentágono fue fundamental en mi desarrollo. Siempre me ha gustado trabajar en grupo, principalmente por dos razones: cinco cabezas piensan mejor que una y la otra, el anonimato. No me han gustado los protagonismos y en una obra colectiva, eso se esfuma. Nos reunimos artistas comprometidos y con ganas de trabajar. Hicimos trabajo político más no panfletario. Las exhibiciones callejeras y en recintos no galerísticos, le daban otro valor y trascendencia a la obra.
IVP: Cuéntame de tu relación con Helen Escobedo (México 1934-2010).
LG: Sí… fue mi hermana, exhibir en la sala Helen Escobedo del Museo Universitario del Chopo es como sentir que mi hermana me está recibiendo. Es una sensación muy feliz. Sí, sí hicimos varias cosas juntas; fui, principalmente, su fotógrafa. Una obra, casi la última, y fue una participación en la V Bienal de La Habana en 1994 donde hicimos una instalación titulada Tecnología en Latinoamérica. Ella hizo un socket y yo unos enchufes… el cable era corto y simulaba no poder conectarse.
IVP: ¿Con qué artistas mujeres sientes que compartías más como un sentido del quehacer artístico o había similitudes de propósitos?
LG: Helen Escobedo fue mi hermana, fue con la que estuve más cercana. Luego, una vez en un salón de belleza vi a una mujer guapísima que hablaba como reina y volteé y le dije “tú eres artista”. Era Ángela Gurría, quien también fue cercana. Escuché la conversación, y pensé esa mujer sí es de interés. Como yo era más joven, las visitaba para saber sobre sus experiencias como artista. También con Martha Palau fui muy cercana (…) Con Magali Lara también he hecho varias cosas; hice un librito, y un collar para una exposición. Maris Bustamente también ha sido cercana, pero nunca me sentí identificada con el planteamiento de Maris y de Mónica Mayer en relación con el feminismo y cuestionar la maternidad. Yo fui una madre de tierra.
IVP: Sí, sientes que esa etiqueta a ti no te va pero eres una mujer muy empoderada, el término es el que te incomoda.
LG: Pues las propuestas, porque ese feminismo no va conmigo y menos conociendo a las campesinas y a las luchadoras. O sea qué tiene que ver el feminismo traído de Europa y de Estados Unidos para estas mujeres. Son realidades tan diferentes. Te digo, ver esas mujeres en la comunidad matriarcal (…) ¿les vas a enseñar feminismo a esas mujeres?
IVP: Hoy en día, ¿en qué temas de la dimensión social te interesa involucrarte?, ¿qué es lo que te mueve?
LG: Mira, desde Serendipiti mi interés ha sido siempre cuestionar al ser humano, esa es mi gran pregunta: ¿Qué hacemos? ¿A qué le apostamos? ¿Cómo vivimos? ¿Cómo podemos ser mejores? ¿Cómo podemos crecer? Siempre ese ha sido mi cuestionamiento y ahora que veo todo esto se manifiesta en casi todas mis obras.
Conocí hace muchos años a Guillermo Gómez Peña, hice varios trabajos con baw/taf. Me invitaron a un proyecto se llamó Engrapando la frontera (realizado en 1990 con el Border Artistic Workshop/Taller de Arte Fronterizo baw/taf, con el cual recorrimos 2449 kilómetros de la línea fronteriza, desde Matamoros, Brownsville hasta Tijuana San Diego). Nos reunimos en Matamoros, llevamos un tráiler equipadísimo con tecnología de punta, como fotocopiadora en color adentro del tráiler, cámaras de video y de foto, una gran cantidad de botes de pintura, grapas hechas de acero y hasta una motocicleta. La idea era tratar de unir la frontera poniendo esas grapas, parándonos en los sitios importantes como en las ciudades. En ciudad Acuña, Matamoros, en el Paso, Laredo, etc etc…
Entonces llegábamos al río, o donde había frontera alambrada, y ahí nos instalábamos. Invitábamos a la gente que estaba esperando a cruzar, les platicábamos de qué se trataba: queríamos unir a los dos países. Los invitábamos a colaborar, decorábamos todas las grapas en diferente forma, las plantábamos entre las marcas de la frontera; había otras piezas que hacíamos para tirarlas al río y que flotaran. Fue gratificante compartir experiencias profundas con quienes esperaban a cruzar la frontera.
En el grupo íbamos artistas nacidos en México y otros en Estados Unidos, me llamó la atención que las actitudes eran diferentes, a los estadounidenses les daba terror ir por México. Una vez, las tres mujeres nos enojamos y dijimos: “Nosotras nos vamos a bailar”, y en Ciudad Acuña nos metimos en un antro. Nos acompañó Patricio, que era quien equilibraba al grupo, era gringo de ancestros mexicanos. En ese entonces la frontera era otra cosa. Ahorita hacer eso, olvídalo. Nos metimos en un antro y ya por ahí de la madrugada alguien dio un pitazo y dijo “salgan, salgan que ahí viene la tira”, y llegaron a catear. Nos salimos del antro sin problema, bailamos, nos la pasamos súper bien, y aquellos muertos de susto.
Donde se acaba el río Bravo dije “propongamos otro concepto de frontera. Por qué no seguimos el río Bravo para arriba y declaramos otro territorio hacia el otro lado, y le ponemos un nombre indígena porque ahí están los pápagos”. No quisieron.
El siguiente punto del viaje fue la visita a la comunidad pápago, nos habían conectado con el chamán del grupo. Esa fue otra vivencia maravillosa: conocer las experiencias de ese gran ser que vino caminando desde su pueblo en Sonora, un viejo con todas las arrugas de su cara agrietadas por el sol y el viento. Esto contrastó con la acción que vino después, nos fuimos a un tráiler park donde todo era cemento; no veías una planta. A la mañana siguiente, desesperada, me fui corriendo a la alberca para ver agua y sentirla. Y me encontré con una clase de natación de viejos gringos cubiertos del sol, donde les decían cómo moverse pero solamente un poquito de tiempo, porque les podía hacer daño. Después de ver a aquél hombre que llegó a pie cruzando un estado, frente al supuesto bienestar estadounidense… ahí ves la fragilidad de esa sociedad tan decadente. ¡Esas cosas sí me afectaron!”
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