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Modulaciones contemporáneas: el feminismo ante la ley

Laura Arnés

La Ley del Talión, la venganza represiva, nunca fue la que guió a los feminismos o, por lo menos, nunca lo había hecho hasta ahora. Porque, como sostenía la poeta Audre Lorde, sabemos que la casa del amo no se destruye con las herramientas del amo; porque, como también deberíamos saber, los modos de la violencia no son nunca neutros ni objetivos: no pueden ser pensados por fuera del contexto ni intercambiados como figuritas de un mismo valor.

Desde el año 2015, en Argentina, bajo el grito de Ni una menos comenzó a cobrar visibilidad tentacular la violencia machista. Los siluetazos retomados por el feminismo que, ante la inercia del sistema judicial, salió con aerosoles a pintar las primeras siluetas por las víctimas de femicidios, los movimientos #metoo, #nonoscallamosmas, los escraches feministas, o, incluso, el discurso que presentaron les alumnes del Nacional Buenos Aires, hace tan solo un par de semanas, podrían pensarse como sustratos de un campo social en el que el denuncialismo crece como modo de la acción política.

Innegablemente, estas acciones feministas reactivaron, por un lado, una reflexión sobre las políticas del dolor -acerca de la relación que el dolor implica entre lo colectivo y lo personal; acerca de las condiciones posibles para enunciarlo-; aparecieron señalando, justamente, hacia una distribución diferencial de la exposición al daño y advirtieron que ciertas formas del dolor y de la violencia, en la cultura contemporánea, no suelen o no pueden ser reconocidas y, por tanto, no pueden ser preservadas ni representadas. En otras palabras, pusieron en evidencia esa vulnerabilidad constitutiva del significante y del cuerpo en femenino que nos pone, sistemáticamente, en el límite de la ciudadanía.

Una de las cosas más interesante de este momento histórico, creo yo, es que las movilizaciones que se están llevando a cabo a lo largo de todo el Cono Sur, en lo últimos años, ponen en evidencia que “mujer” ya está siendo pensado y sentido -masivamente- no en términos de subjetividad individual sino como conciencia colectiva. A pesar de o frente al paradigma neoliberal que promociona el modelo biográfico de obligaciones y responsabilidades, entendimos que el daño supera lo individual: es un acto social y político, un agravio que debe ser subsanado. De ahí que confirmamos que si tocan a una nos tocan a todas; de ahí que, en palabras de Rancière (1996), ya no nos satisfaga ser “las que no cuentan”.

Podría decirse, entonces, que en un momento en el que se está agravando la precariedad social y económica, la fuerza de la disidencia se presenta en cuerpos de tramas populares; en cuerpos que, con y a pesar de sus posibles contradicciones, acarrean intemperies y cuestionan el orden de lo político. Hay nuevas comunidades proponiendo vínculos que no sólo se enfrentan a la familia -en diversos sentidos- sino que provocan roces y desvíos temporales, conexiones afectivas inesperadas. En nuestro escenario es posible volver a hablar de redes, de flujos, de fuerzas, de políticas colectivas. Como diría Sara Ahmed, hay algo de una obstinación creativa amontonando a todxs aquellos que luchan por modificar los territorios de la existencia; a aquellxs que ponen el cuerpo, que bloquean las corrientes del sentido común y que se arriesgan, en el mismo gesto, a la violencia del Estado.

Así, por un lado, los feminismos contemporáneos se incardinan en un cuerpo festivo, en una materialidad expresiva y comunicativa -los torsos desnudos en la calle, los rostros ornamentados con brillos y purpurinas-, que escenifica un estado de encuentro y que opta por la celebración como puesta en escena de la experiencia colectiva. Sin embargo, al mismo tiempo, innegablemente, la afectividad doliente se está articulando como eje de la organización feminista contemporánea. El dolor, nada ajeno a la historia argentina, vuelve a socializarse y aparece, no sólo como pivote de la demanda política sino exigiendo una ética de respuesta: una demanda que, por lo menos en principio apela, como sostiene Ahmed (2015), a vernos afectadxs por aquello que no necesariamente conozcamos o sintamos. Está ética, claramente, es la que el cinismo del senado, en agosto de este año (2018), desconoció. Y esta fue la afrenta que colmó el vaso. Ahora que estamos juntas, ahora que si nos ven... contamos. Ya no nos callamos más: cantamos y bailamos pero también exigimos, denunciamos, amenazamos y escrachamos.

La acción feminista de los últimos años y, sobre todo, las modulaciones políticas y culturales que el ni una menos agitó, nos enfrenta a varios interrogantes. Porque parecería que al tiempo que el feminismo, en su pluralidad, avanza hacia una resistencia activa y creativa -y esta misma experiencia va forjando subjetividades que comienzan a descentrarse para nombrarse en plural- está produciendo un agenciamiento del sujeto del feminismo ligado a su posición de “victima” es decir, a su vulnerabilidad.

Por un lado, entonces, como nota Nelly Richard (2018), nos encontramos en un momento feliz para la diseminación de las luchas feministas en la medida en que éstas no aparecen unificadas como una política desde las mujeres y solo para las mujeres, sino como una instancia de oposición y radicalización permanente de los lenguajes y de las estrategias despolitizadoras que caracterizan a las políticas públicas en un régimen neoliberal. Justamente por esto, como sostiene Villalobos Ruminott (2018), el impulso feminista no debería satisfacerse en una política del reconocimiento simbólico o del castigo ni verse aplacado con ajustes formales dentro de las lógicas representacionales del orden actual dado que su potencia más fuerte reside en poner en escena la compleja imbricación de la explotación capitalista y los ordenes opresivos de su masculinidad. Pero, sin embargo, se vuelve cada vez más presente el reclamo que exige la administración institucional de los conflictos y que, por ende, precisa pactar en los terminos que el sistema impone.

En este sentido, lo que el movimiento feminista aparece escenificando es una fractura temporal, una dislocación o, incluso, una interrupción: el tiempo intenso y frágil de la insurgencia colectiva, de la revuelta rizomática y deseante, frente al tiempo de la razón del Estado. Acá la consigna militante -loca, fuera de lugar- (“basta YA de femicidios”, “el patriarcado se va a caer”, “el aborto es un acto de amor”, “mi cuerpo es mío”, “pija violadora a la licuadora”) resulta insuficiente o, incluso, inadecuada. Pero, al mismo tiempo, su contraparte, la lengua de la Ley, se presenta llena de trampas y abre una serie de problemas relacionados con la diferencia “entre equidad e igualdad, entre reconocimiento simbólico y efectivo, entre justicia efectiva y justicia ‘en la medida de lo posible’” (Villalobos Ruminott 2018), entre capitalismo, militarización y patriarcado (etc.) que no pueden ser zanjados a priori, sino que deben ser articulados en cada caso, según las condiciones específicas.

Así, la gestualidad empoderada del feminismo (de los feminismos) argentino contemporáneo, su patada al tablero del juego de las jerarquías genérico-sexuales, también nos enfrenta a ciertos dilemas: ¿Por qué la insistencia sobre la denuncia? ¿Se está interpelando a la Ley? ¿Y si es así, cómo queremos que esta responda? Para plantearlo de otro modo: ¿Acaso el feminismo se está fortaleciendo a partir de cierta dinámica punitivista? ¿Los escraches serían un modo de la justicia por mano propia -en la que todxs nos vemos obligadxs a tomar partido- o son el primer llamado a la fuerza de la guillotina?

Sabemos que la victimización alude a una condición de debilidad que legitima la protesta individual o colectiva y que separa a unes de otros: “Las víctimas somos nosotras” ergo los victimarios están del otro lado. Y, en algún punto es cierto. Ni todos los cuerpos son igual de vulnerables ni todos los cuerpos sufren las mismas violencias (pero en este punto no es sólo la variable género la que cuenta). Sin embargo, como consecuencia de esto, la pregunta tiende a correrse del cómo y por qué se produce la violencia (en cualquiera de sus gradaciones) al cómo hacer para proteger a las potenciales víctimas y cómo castigar a los culpables. Sin negar que esto último pueda ser necesario, resulta preocupante el modo en que, también, en ciertos contextos (colegios secundarios, por ejemplo), abre brechas irreconciliables: culpas, venganzas y resarcimientos se enmarañan en narrativas que nublan otras inflexiones, tal vez, más optimistas o utópicas; en relatos que no habilitan otras imaginaciones u otros modos de estar en común.

El paso del “paradigma de la opresión” -que podría asociarse, rápidamente, a lo que solemos llamar segunda ola del feminismo- al “paradigma de la victimización” tiene que ver no sólo con la capacidad de visibilizar y nombrar la violencia sino con la construcción de subjetividades propias de las sociedades -neoliberales- de seguridad. La victimización refiere ya no a una condición compleja y estructural sino a una situación producto de acciones intencionales, precisas y que individualiza a los actores (objeto y sujeto) de un delito. Así, esta matriz desplaza del campo semántico inscripto en la opresión -y su valor sistémico- hacia significaciones asociadas a la victimización, la centralidad del sistema de justicia penal y el vocabulario criminológico.

“Los peligros que corremos son los de confundir la siembra de agencia y derechos, con construcción de miedos”, sostiene Marina Mariasch (2017). El miedo va a cambiar de lado, dice un cantito feminista y señala hacia el hipotético castigo que pende sobre ciertas acciones machistas al tiempo que descansa sobre una nueva complicidad o unión entre mujeres, lesbianas y trans que ya no temen salir del espacio seguro del hogar y ocupar el espacio público. Feminidad y vulnerabilidad ya no quieren caminar juntas. Pero es a través de la amenaza que el miedo alinea los cuerpos unos contra otros. Como también explica Sara Ahmed (2015), las comunidades se convierten en una “fuerza vinculante” mediante la percepción del riesgo compartido. En este sentido, lo que me preocupa, sobre todo, es que la lógica cultural, que no es sino la lógica de la precariedad (o de la precarización), parece indicar que siempre habrá cuerpos que deberán temer a otros cuerpos. Sabemos que, históricamente, el miedo es crucial para la formación de colectivos. Y este miedo que se sostiene, muy habitualmente, sobre estereotipos funciona, además, como una economía afectiva: se desliza, taimado, sobre cuerpos marcados de antemano convirtiéndolos en “peligro para la vida”.

Como era de esperarse, frente a una larga lista de nombres en femenino de jóvenes violadas, abusadas, asesinadas y desaparecidas y en un contexto mundial de agudización del neoliberalismo, no demoraron en fortalecerse dos narrativas que no necesariamente tiene que ver pero que se complementan: aquella sobre la seguridad ciudadana y la otra que gira en torno a la justicia y la reparación. Como sostiene la jurista italiana Tamar Pitch (2016), a lo ancho del globo se esta haciendo evidente cómo la “protección de nuestras mujeres” sirve, muchas veces, como justificación de un control y de una esterilización del territorio, como excusa para un endurecimiento de la represión penal y policial, siempre clasista y racista. De hecho, y no voy a ahondar en esto, esta gestualidad ejemplar también contribuye a esconder, nuevamente, que la mayoría de los abusos y la violencia contra las mujeres ocurren, normalmente, en el ámbito de lo privado. Pero además, en términos generales, el énfasis sobre la “seguridad” propia de los gobiernos neoliberales tapa la ausencia de políticas sociales y culturales específicas contra la violencia de género: el rechazo a la legalización del aborto, los despidos de las trabajadoras de la linea 144 o la falta de implementación de la ESI podrían pensarse en esta linea.

La agenda política de los últimos años abrió el campo para nuevas propuestas punitivistas que tomaron como excusa a las “víctimas” (mujeres) pero cuyos objetivos claramente las excedían y las exceden. Asi,la lucha feminista se encontró en el 2017 con un primer gran dilema frente al cual, las representantes del colectivo Ni una menos se vieron obligadas a decir “no en nuestro nombre”. Ante el proyecto de modificación de la Ley 24.660 -que establece, entre otras cosas, limitar o impedir las salidas transitorias y libertades condicionales de las personas en situación de encierro-, impulsado por el oficialismo (y, finalmente aprobado) tras el femicidio de Micaela García (1/4/2017), un sector del feminismo insistía: “Ni demagogia punitiva ni garantismo misógino”. ¿Qué es lo que quiere entonces el feminismo?

Al pensar el derecho penal, Pitch (2016) explica que la idea de “seguridad social” ya es anacrónica. Si el sujeto neoliberal se construye sobre el supuesto de libertad en tanto responsabilidad y privatización absoluta de sus decisiones -desligadas de todo contexto-, la victima sería su contracara: una figura que permite la reinterpretación del término “seguridad” y que legitima la actividad del gobierno y la reafirmación de la ley en tanto orientada a la “defensa”. Sumado a esto, en una Argentina que reclama, masivamente y en las calles, justicia para las mujeres, la pena tiene el plus de ofrecerse como medida reparatoria, tentadora y tardía, hacia la víctima y sus familiares.

Sin embargo, paradójicamente, también puede verse como el régimen de género hegemónico se sirve del punitivismo para afirmarse. El paradigma punitivo que nos confinaría a víctimas - “para salvarnos”-, nos cae encima con ferocidad cuando quedamos en posición legal de “victimarias” (si no preguntenle a Nahir Galarza, a aquellas mujeres denunciadas por médicos o curas virados policías, o a aquellas otras que colman las cárceles como consecuencia de una supuesta lucha contra el narco-tráfico consistente, como sostiene Ileana Arduino (2018): “en cazar pobres, migrantes, cabezas de hogar con magros recursos educativos, esclavizadas en las cadenas de microtráfico, mientras el orden financiero internacional “legal” es cada vez más nutrido por el crimen organizado”). En este sentido, como también sostiene Arduino, encontraremos el favor de un sistema penal que instrumentará una respuesta violenta y desprovista de mayor capacidad reparatoria, no tanto por nuestra calidad de mujeres sino cuando portemos privilegios de clase o cuando podamos dar cuenta de un nivel de daño superlativo, preferiblemente, la muerte.

Porque, dado que una víctima empoderada no resulta funcional, nuestra credibilidad estará atada al daño que presentemos: la duda recaerá siempre sobre nosotras y, más aún, si nuestro cuerpos se perciben racializados o clasados. Basta recordar, como ejemplo, dos casos paradigmáticos: el de Melina Romero y, en el otro extremo de la escala social, el de Nora Dalmasso (en este último, que se encuentra todavía irresuelto, se señaló -nada sorprendentemente- como primeros sospechosos a un albañil obsesionado y a su hijo homosexual rechazado). O incluso, en otra línea, también podría citarse como ejemplo el caso de Higui, siete meses detenida y procesada por haber matado, en legítima defensa, a uno de sus diez atacantes quienes, además de golpearla, pretendían violarla correctivamente, por lesbiana y marimacho.

Y es que el sistema penal actual (punitivista o garantista, lo mismo da) es, ante todo, sexista, racista y clasista. Por eso no puede darnos la justicia que reclamamos: el sistema penal actual, valga la redundancia, es uno de los pilares sobre los que se erige el sistema patriarcal. Sin embargo, dado que es también en ese campo donde nuestra sociedad determina sus valores, esta es una lucha o una zona que los feminismos no pueden abandonar.

Para cambiar el estado de situación, creo yo, la interpelación al Estado no debería ser en su calidad de proveedor de castigo porque estaríamos desoyendo y desestimando la responsabilidad social sobre los actos de violencia contra mujeres, lesbianas, trans y travestis. En este sentido, un sector del feminismo viene insistiendo sobre el hecho de que las violaciones, los femicidios e, incluso, las violencias domésticas no son crímenes de índole privada. Son, por el contrario, momentos de condensación de nuestra cultura, de nuestra moral. Como sostiene Segato, “la agresión sexual que conseguimos tipificar como crimen es la punta de un iceberg de un comportamiento social extenso y que es una espiral de violencia cuyas manifestaciones no son ni pueden ser tipificadas por la ley pero constituyen el semillero el caldo de cultiva donde germinan los agresores y por eso la ley no está consiguiendo parar en ningún país este tipo de crímenes” (2015). Claro que tienen que existir las garantías, el derecho, el justo proceso -resaltando el término justo- y la punición. Pero la punición no va a resolver el problema, porque el problema se resuelve, como también dice Segato: ahi donde está la gran cantidad de agresiones que no son crímenes pero que van formando la normalidad de la agresión.

En este sentido, la ley se vuelve impotente en la lucha contra la violencia de género. Y esto reabre la pregunta que traje sobre el comienzo: ¿Qué respuestas pretende el feminismo frente a la violencia de género? ¿Qué otras salidas del sistema patriarcal podrá organizar la afectividad doliente feminista, más allá del escrache y la denuncia? “Cuando el espacio político se reduce por el recurso (…) a una retórica de emergencia y orden público, el uso simbólico de la justicia penal deviene aún más atractivo”, sostiene Pitch y agrega: “¿Cómo hacer, entonces, para que las plazas repletas de reclamos no tengan como objetivo modificar los códigos penales?”(2003:143); para que su motivaciones, digo yo, no sean principalmente las de vigilar y castigar. ¿Cómo se hace para combatir la violencia represiva del estado y, al mismo tiempo la violencia del hetero-patriarcado? ¿Cómo deconstruimos la primacía de la “seguridad frente a los riesgos” como práctica clave de los lugares feministas y disidentes? ¿Cómo hacemos para que ese estado de excepción que escenifican las manifestaciones feministas alteren las lógicas del presente, neoliberal y patriarcal? ¿Será posible, acaso, resignificar la “seguridad” no como prevención frente a los riesgos sino como confianza en los demás?

Bibliografía

Ahmed, S. (2015). La política cultural de las emociones, Programa universitario de estudios de género, México.

Arduino, I. (2018). “Feminismo: los peligros del punitivismo”, Los inrockuptibles, https://losinrocks.com/feminismo-los-peligros-del-punitivismo-df1e397bf885

Mariasch, M. (2017). “2017, año del giro denunciante”, LatFem, http://latfem.org/2017-ano-del-giro-denunciante/

Pitch, T. (2016). “El tema de la seguridad”, Soft Power, Volumen 3, número 1, enero-junio.

Pitch, T. (2003). Responsabilidades limitadas. Actores, conflictos y justicia penal, Ad-Hoc, Buenos Aires.

Ranciere, J. (1996). El desacuerdo: política y filosofía, Ed. Nueva visión, Buenos Aires.

Richard, N. (2018). “Memoria, latencias y estallidos del feminismo: la insurgencia de mayo 2018 en Chile”, Conferencia inaugural de las V Jornadas Historia, géneros y política en los ´70, Buenos Aires.

Segato, R. (2015). Discurso en el plenario de comisiones, Senado argentino, Buenos Aires.

Villalobos Ruminott, S. (2018). “La fractura feminista”, eldesconicerto.cl, http://www.eldesconcierto.cl/2018/05/17/la-fractura-feminista/

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