La universidad de las mujeres. Balance y perspectiva de los feminismos universitarios
Graciela Morgade
Decana FFyL, UBA
Una particularidad sistemática del movimiento social de mujeres y los feminismos ha sido su permanente construcción de formas organizativas novedosas y su también constante interpelación reivindicativa a las políticas de los estados nacionales. Las Conferencias de las Naciones Unidas sobre la Mujer abarcaron, desde su primera versión en 1975 en México, un encuentro de representantes de gobiernos, y uno paralelo de organizaciones no gubernamentales. En estas reuniones paralelas solía producirse una intensa circulación de documentos propositivos, declaraciones e inclusive desde hace varios años, de personas.
Más allá de las frustraciones frecuentes en esta relación entre los feminismos y los estados, es posible enumerar una importante serie de políticas y medidas legales (con sus correlativas prácticas judiciales) que, tanto en América Latina en general como en nuestro país en particular, muestran cierta receptividad del ámbito estatal a los reclamos históricos del movimiento social de mujeres.
Las discusiones que los feminismos ha entablado con el mundo de la “polis” abarcan sus diferentes dimensiones cuestionando “lo político” como el contexto patriarcal, capitalista y colonial de las relaciones de poder; “las políticas” como los encuentros/desencuentros, los “diálogos” efectivamente sostenidos entre sujetos que interactúan con otros sujetos en el marco de una institución - el Estado en el caso de las políticas públicas - y “la política” en tanto el conjunto de “reglas” para operar en la polis, establecidas y en permanente construcción (las “reglas del juego”) .
El discurso político de comienzos de la era moderna fue claro: lo político es la “polis”, el espacio común, público, de la toma de decisiones que afectan al conjunto de la sociedad. Frente al espacio común se perfiló su contraparte: el espacio privado, en el cual las decisiones afectarían sólo a sujetos individuales en uso de su libertad individual. Los feminismos denunciaron lo ilusorio de esa definición, afirmando que, si lo político es el conjunto de relaciones de poder que caracterizan a una sociedad en un momento determinado, “lo privado es político”.
La discusión acerca de lo político ha tenido fuertes consensos en el campo feminista. Sin embargo, existen aún debates entre diferentes grupos de opinión y de poder que continúan discutiendo algunos puntos de partida. Por ejemplo en los derechos sexuales y reproductivos y, más aún, acerca de cuáles serían las políticas apropiadas o inapropiadas para la promoción de los grados óptimos de igualdad y diferencia entre lo femenino y lo masculino que se podrían constituir en un proyecto utópico.
El movimiento social de mujeres ha producido enormes propuestas para la determinación de “políticas”, en tanto intervenciones concretas, conjunción de fines y medios, como una de las más significativas formas de operacionalización de lo político y la política. Existió por ejemplo un significativo volumen de documentación sugiriendo “qué hacer” en el caso específico de las políticas educativas, de salud, de vivienda, etc. Las reivindicaciones feministas fueron teniendo una respuesta satisfactoria en una política pública, aún considerando sus límites, tanto por la tensión que implica la particularización necesaria de su discurso como por la capacidad de los sujetos involucrados/as de “ampliar” el número de interlocutores/as en la conversación. Frente a las interpretaciones tecnocráticas, fuimos entendiendo a “las políticas” como un proceso cultural, creado por y creador de significaciones sociales. Estas son encarnadas en grupos y personas que “conversan” con interlocutorxs existentes que son interpeladxs y con otros (imaginadxs) creadxs, en el marco de una configuración de relaciones de poder estables e inestables, y en las que se definen las potencialidades y debilidades en la inclusión de la perspectiva de género en la agenda pública.
Es evidente que los feminismos vienen construyendo poder social. Y también disputando en el territorio del poder formal para poner en agenda sus demandas. El poder formal, en la política y en las instituciones fue, por siglos, “ancho y ajeno” para las mujeres. Aquellas que se le animaban eran juzgadas de manera despiadada y fueron combatidas con violencia. En otros casos se masculinizaron, y traicionaron así la lucha por la transformación de las instituciones y de las reglas del juego.
En tanto actividad de construcción, negociación y ejercicio de poder, las mujeres han estado excluidas de la política por larguísimos períodos, supuestamente representadas (y “habladas”) por algunos varones. La participación femenina en la actualidad se realiza de manera cada vez más protagónica, cuantitativa y cualitativamente. Y algunas herramientas jurídicas, tales como la ley de cupo o las leyes de “paridad”, fueron clave en esta incorporación a “la política” como profesión.
¿Cómo ha sido y es la dinámica del poder en la polis universitaria?
Contamos ya con un interesante conjunto de estudios realizados en el ámbito latinoamericano y en particular en Argentina, que han estudiado tanto la progresión en la participación cuantitativa de las mujeres en las universidades desde los inicios del siglo XX, como la experiencia de vida profesional y personal de las mujeres universitarias.
Los estudios coinciden en señalar algunos nudos comunes en las historias de vida en las primeras universitarias, rasgos que les permitieron aprovechar los intersticios del sistema de sexogénero de la época. Cierta familiaridad con la carrera elegida o con ambientes intelectuales, padres, hermanos o esposos que ejercían la misma profesión. Familias en las que les era fácil el acceso a la lectura o a círculos sociales, políticos o profesionales. Cierto apoyo de sus familiares (sobre todo padres y hermanos, y hasta maridos). Elección de carreras “apropiadas para las mujeres” (la mayoría de las primeras universitarias estudiaron carreras relacionadas con sus funciones sociales de cuidado, como las Ciencias de la Salud y específicamente Medicina, si consideramos “carreras superiores”). Y eventualmente, viajes para acceder a estudios universitarios o para ejercer la profesión y los recursos judiciales. En la mayoría de los casos, para estas escasas mujeres, esas estrategias fueron exitosas, ya que les posibilitaron estudiar, ejercer una profesión y participar del mundo social de la época. En nuestro país, muchas de ellas incluyeron en sus tesis y en escritos posteriores sus reflexiones respecto de las problemáticas de las mujeres. Sobre todo se interesaron por la educación de la mujer y generaron y participaron del debate social relacionado con su capacidad para acceder a los estudios universitarios: de alguna manera, las primeras universitarias constituyeron un antecedente de los estudios de educación y género.
Existen por lo menos tres dimensiones para profundizar un proyecto de inclusión plena, vinculadas con la dinámica política de los campos de conocimiento, de la vida cotidiana en las instituciones y del acceso y ejercicio del poder formal.
La incorporación de las mujeres no ha derivado aún en una crítica epistemológica de las ciencias, en todas sus expresiones, tanto en las modalidades de construcción del conocimiento como en la lengua que se emplea en ese proceso y las categorías teóricas derivadas. Los conocimientos que se transmiten en las aulas así como los problemas y líneas de investigación que se estudian en los institutos han sido aún escasamente alcanzados por la interpelación feminista.
Otra cuestión entre los pendientes de la polis universitaria desde la perspectiva de los feminismos se vincula con las prácticas de la convivencia en sus diferentes ámbitos. La incorporación de mujeres a las aulas universitarias no ha eliminado los sentidos culturales que en la vida cotidiana llegan a legitimar diversas formas de discriminación y violencia fundamentadas en visiones de género patriarcales homolesbobitransfóbicas. Las universidades no son, como pretende una cierta mirada ilustrada, “territorios libres de violencia” y están muy lentamente alojando espacios específicos para la recepción de denuncias, el acompañamiento a las personas afectadas y la construcción de respuestas institucionales.
Finalmente otro aspecto en los que nos interesa detenernos es el acceso y ejercicio del poder formal. Los datos cuantitativos muestran que la incorporación de mujeres a las aulas no ha derivado aún en una presencia equitativa en los cargos superiores de las cátedras y, menos aún, en el gobierno universitario. En el cargo de “rector/a”, las mujeres son solamente el 10%. Resulta verosímil pensar que el efecto de presión desde las bases puede ir, con el tiempo, modificando estas formas patriarcales. Desde esa perspectiva, la transformación solo sería cuestión de tiempo. Sin embargo, las luchas feministas muestran que la reflexión crítica y la denuncia explícita son clave en cualquier proyecto de justicia y que el tiempo solo aporta si hay militancia y disputa.
Nos inscribimos entonces en esa extensa conversación de las luchas feministas, interpelando también a la definición hegemónica de “calidad” para las universidades públicas: en una institución que no discute y combate a las formas patriarcales homolesbobitransfóbicas, no se puede pensar que hay “calidad”. Si las universidades presentan este cuadro de situación, a todas luces injusto, es tarea de los feminismos, y de todos los movimientos democratizadores que se manifiestan en las universidades, identificar los mecanismos micropolíticos de exclusión que pueblan la polis universitaria.
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